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martes, 14 de julio de 2009

DOMICILIO (JAVIER JOVER)




Cuaderno de Taifa:


Su casa es escondrijo
de luz
y de acantilados
J.M. Suárez


Un convoy enconado de presagios
al accionar el conmutador de la luz
(de una luz innecesaria
en aquella otra casa de la playa)
cuando permanece aún oculta en el tiempo
aquella explanada cuyo límite puja con el mar
-el mar pensado de tan lejos-
y mientras establecen ya los agrimensores
por medio de sextantes y de taquímetros
las demarcaciones previas sobre la maleza del terreno
para más tarde alzar sobre ellas los primeros puntales
y las primeras cotas
antes de que se despliegue la maquinaria
y comiencen las excavaciones.
Con la bombilla apagada para ver mejor,
calibrando el volumen de tus verdaderas pertenencias
o repitiendo mentalmente cada uno de los movimientos
de este rito antiguo que se inicia
con una inquietud sostenida
en la cinta aislante de tu soledad
o de tu escepticismo
y finaliza tras la mampara
al suprimir escrupulosamente las huellas
y sanear la conciencia en el aguamanil
con total y metódico esmero
(una pátina de verdad sobre las cosas
para salvar su condición de patrimonio)
-victimario recogiendo la ceniza en el albero,
y no hay perdón-,
en ese otro silencio confidencial
que entre sí conforman los pilares al alzarse firmes
hacia lo más arcano y lo más secreto
de una luna radical
(adobe, vigas y jambas sobre un pupitre
y en lápices de colores el boceto
para un tejado a dos aguas)
sin menoscabo en los bastidores
al sorprenderte la mañana con su esplendor cereal,
sin una sola vulneración de lo prescrito
en la luminotecnia medular
de este interior prendido de bengalas,
así,
así ha ido construyéndose sigilosamente
y como una circunferencia
en lo que hay de carne a tu alrededor
el trazado preciso de tu adarve
cual primer párrafo de la vida,
cual penunbra del tiempo al fín hallada
en su natural yacimiento,
en su útero primigenio y tangible
-tanto que siempre tuvo sombra-
y desde cuyo mismísimo centro se articulan las palabras
para edificar sólida la morada
fingiendo cemento o metal.

Poco importa si el la corteza de los días
se te ha ido acercando sin tú saberlo
(sabiéndolo, sí, pero sin casi notarlo)
esa otra línea continua de la calzada
mientras que con los ojos se te ha ido diluyendo
imperceptiblemente el tiempo
(desligadas de la mirada las pupilas)
al reproducir distraidamente en el aire
el dibujo de los balones
(la imagen real demorada por el sueño)
Poco importa si durante los años de convalecencia
has tenido que guardar un silencio adolescente
hasta agenciarte al fin un traje apropiado para vivir
(el silencio desnuda al hombre)
o si en algún momento te has sentido culpable de traición
y has tenido que utilizar como salvoconducto al invierno
(demasiado grande para ti el invierno);
poco importa, en verdad, poco importa,
porque finalmente
has visto al eczema ondear en los balcones,
has visto surgir la grúa del asfalto
y encalar la fachada y los tabiques
alzados a plomada con tornos y poleas
(desde las zapatas del hormigón hasta la pérgola)
has visto al andamiaje revestir el todo
en un ir y venir de materiales,
baldosas, picaportes, gravas y yeso,
tubos y cables, bisagras y azulejos,
la toma de tierra, canalones y desagües,
planchas metálicas, vidrio, arena de la infancia,
madera y cobre, gomas y paramentos,
la acometida del agua
(el suero que nos conforma
y nos prepara en los ojos la lágrima:
aguas que dan calor a esta casa),
la caja del ascensor como una máquina del tiempo
con peaje desde una leyenda escueta -Se Vende-
hasta ese tálamo inicial que ahora rebosa silencio
(sueño veloz o azar imposible en nazareno y oro,
el fuero interno, la boca de riego
en la torre de las horas),
has visto el lugar y has oído el fraseo conocido
de tu propia voz
en esa residencia carnal o suburbio de la vida,
domicilio en el que se enmarca el inicio
de un tiempo más habitable,
de un silencio como llovido en letras de sombra
sobre el suelo enlosado de esta plaza nueva
y abierta al sol,
el vacío haciéndole sitio a la sangre
para derretir la escarcha de un corazón
más triste de lo debido y tomar huelgo
en el caolín virgen o en la blancura inmaculada
de esta siberia particular desde la que se escribe
con palabras de ceniza
al dictado del silencio.

Y ahora abandonas el sueño como si emergieras
de una boca del metro,
como si en la espesura de la foresta
el acceso a tu guarida comunicara de repente
con un claro o con el campo abierto,
con un café de adultos o tabaco del recuerdo,
calle vacía que van poblando con las horas
tus mismas personas y tus palabras en sazón
al calor de una ceniza experta,
al amparo de esa umbría cierta que acelera la noche
y la fruta fresca en el estío,
las horas estrellas,
el filamento al rojo de un más adentro vuelto hacia sí,
manteniendo aún las constantes vitales,
adicto al fármaco antiguo de la vida
con ademán circunspecto y ponderada calima por atavío,
ahora que ya sólo el vacío es precario,
ahora que has decidido combatir el frío con su sal
y concederte a ti mismo una amnistía,
ahora que habitas al fín tu propio espacio
y tu detino como punto ciertto de partida,
tu cuerpo o tu herencia de materia y de sentido,
tu palabra que te colma la hacienda hasta los bordes
y te crece hacia dentro como yedra
o como coral
como esencia misma de lo que eres
y de lo que te acontece mientras se demora el tiempo
en los relojes
y en lo hondo del núcleo deja ya de escarbar
la horfandad sus zanjas
(afiliado de repente a una extraña soledumbre,
a una tristeza compartida)
mientras convierte el corazón su metalurgia
en amasijo de silencios,
mientras surge de la umbría como antorha la palabra
y es más liviano el dolor,
mientras descubres que tus cuartillas ya no están en blanco
y el humo del presente va quemando poco a poco
en la memoria
los bordes acantilados de la mesa

(JAVIER JOVER).

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